La cruz y el reino de Dios.


Los apóstoles sabían que el ideal de la cruz tenía una connotación negativa en la humanidad[1]. Sin embargo, ellos tenían bien claro que esta era la clave para la inversión en el reino de Dios. En ella se encontraba el secreto del poder de Dios, aunque para muchos sería una locura.
El aposto Pablo dice: «Porque los judíos piden señales…» (1 Co 1.22a), pues el pueblo de Israel siempre fue muy atento en toda su historia para con las señales. Cada momento importante de su nación fue marcado por indicaciones, entonces ya estaban tan acostumbrados a eso que cuando no las tenían las pedían. El problema con esto era que al pedirlas quedaban esperando un tipo de señal propuesta por ellos pretendiendo que Dios debía hacer las cosas como ellos esperaban y no de otra manera. Seguido a lo anterior Pablo dice: «… y los griegos buscan sabiduría…» (1 Co 1.22b), estos fueron los que marcaron al mundo en el ámbito del uso de la razón, de la necesidad de descubrir el camino a seguir teniendo en cuenta todo el acervo humano. Ellos trataban de esclarecer las ideas lógicas para la actuación del hombre. Sin embargo, cuando Pablo va a hablar de los nacidos de nuevo dice: «… pero nosotros predicamos a Cristo crucificado…» (1 Co 1.23). No es que el cristiano está en desacuerdo con las señales porque si no tendría que desechar las profecías. Tampoco está en desacuerdo con tener sabiduría porque tendría que desechar toda la Biblia. Con lo que se está en desacuerdo es las señales y la sabiduría marquen la prioridad o el fundamento en la vida espiritual.
Cuando Jesús anunció el momento de su glorificación tuvo a bien el explicar cómo sería: «Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará. Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.» (Jn 12.23–28). Precisamente, Él está diciendo que para llegar a ser glorificado debía primero invertir su propia vida. Todo el que quisiera servirle debía entender que sería el mismo proceso de entrega de sí mismo a la causa del evangelio.
Esto se sabe que no es algo fácil, el propio Jesús se sintió «turbado». De la misma manera en determinadas situaciones el líder sentirá que su vida se pierde por completo. Muchos dirán: «Padre, sálvame de esta hora», pero es en ese momento donde el líder debe saber que para eso fue preparado por Dios, para mantenerse en el lugar en que Él le ha puesto como representante genuino de su reino. Todo siervo de Dios debe entender que en la medida en que permanezca en esa brecha, más hará y se parecerá a su Señor.



[1] 1Co 1.18-22

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